Friday, April 26, 2019

Lectura de Luis Hernán Castañeda en el 3er Festival del libro hispano de 2019


En primer lugar, quisiera agradecer al director del festival, Hemil García Linares, por su generosa invitación; a los auspiciadores que hicieron posible este evento; y también a todos los escritores, colegas, amigos y amigas que se han acercado hoy a para celebrar lo que está siendo una hermosa tarde de literatura y comunidad. Ha sido todo un placer y un honor para mí ser testigo de lecturas, presentaciones, talleres, sorteos y actividades que, entrelazando voces, experiencias y pasiones, componen juntas ese misterioso objeto colectivo, hecho de tiempo, palabras y silencios, que llamamos festival. Porque, ¿qué es un festival realmente? ¿Cómo definir estas encrucijadas que nos llaman, nos envuelven, nos estimulan, y cómo explicar el deseo que sentimos de formar parte de ellas? El asunto cobra mayor importancia si consideramos que algunos, o tal vez muchos de los aquí presentes, somos extranjeros, en los múltiples sentidos de esa palabra: viajeros, migrantes, exiliados, desplazados, y también poetas, narradores, creadores, exploradores. En esta breve presentación, quisiera reflexionar con ustedes a partir del tema del festival. Espero ser capaz, en ese proceso, de contarles un poco sobre mí como escritor.
El mismo Hemil ha expresado este deseo en más de una ocasión: “Porque no teníamos un festival, y queríamos uno, tuvimos que crearlo nosotros mismos”. La palabra “festival” invoca la fiesta, y también la creación: es una creatura viviente con muchos co-autores, todos los reunidos en este instante; una representación, obra teatral o cadáver exquisito. Algo así, si me permiten la comparación, como esas sociedades secretas que suelen aparecer en los cuentos de Borges, solo que en este caso hablamos de una sociedad abierta, festiva, efímera. Un festival parece ser, pues, el opuesto radical del trabajo del escritor, el cual tiene mucho de soledad, concentración y aislamiento: un solo cerebro, una sola inventiva, frente a sí misma, la tradición y el mundo. Una situación muy parecida a la del lector, que se sirve de la lectura como un mapa para explorar su propia imaginación. El individuo versus el grupo, la obra íntima contra el tejido de encuentros que supone un festival. ¿Cómo reconciliar, pues, estos extremos? Para empezar a responder, quisiera contarles mi historia.
En el año 2006, hace ya casi 13 años, viajé a la pequeña ciudad montañosa de Boulder, Colorado para hacer un posgrado en literatura latinoamericana. Me fui de mi país, el Perú, en principio por razones profesionales y laborales: yo había estudiado Literatura, y todo el mundo a mi alrededor también se iba, se estaba yendo, o ya se había ido y hasta regresado: no parecía haber otro destino. Sin embargo, como muchos de ustedes entenderán, la partida es un enigma, un hecho complejo, cargado de segundas intenciones y energías inconscientes. Me fui del Perú para estudiar y trabajar, pero también para escribir; allí estaba, por supuesto, el ejemplo de tantos grandes viajeros literarios, y también esa idea algo vaga, quizá ingenua, de que al escritor le hace falta salir, poner distancia. Para comprender el Perú, hay que vivir afuera. Yo era muy joven, tenía 24 años; ahora sé que una labor tan ambiciosa y quimérica como desenredar esa madeja que es el Perú, ese “inasible fulgor abstracto” como diría el poeta mexicano José Emilio Pacheco, me interesa menos que juntar dos palabras de la manera precisa para iluminar, aunque sea imperfectamente, un momento en la vida interior de algún personaje sin importancia. Ahora sé que, en el fondo de mi decisión de partir, había una intuición que poco a poco se empezó a revelar: Me fui de mi país, el Perú, y de mi ciudad, Lima, creyendo que así podría fundar mis propios territorios. Hacerme una casa de ficción.
También sentía la necesidad de estar solo. Nunca estuve más solo conmigo mismo que en esos primeros años de Boulder, cuando el marco de un país extraño, un contexto abrumador e intrascendente, permitió que surgieran en mí voces, rastros y sombras, tanto de la memoria como de la fantasía, que son el único patrimonio de escritor. Es curioso, pero al mismo tiempo en que descubría nuevos horizontes y asumía ciertos roles en la sociedad, mi atención se iba desligando más y más de la realidad externa para dirigirse al interior. Me fui del Perú, pero nunca llegué a Estados Unidos; me quedé entre dos países, dos tiempos, dos idiomas. Mi esposa siempre me lo dice, burlándose un poco: tú no pasaste al siglo XXI; te quedaste flotando en los años noventa. Alejado de la situación peruana, en tiempos anteriores al Facebook, tampoco me interesé mucho por la coyuntura estadounidense. Rodeado por esa especie de comedia muda, incongruente y surrealista, fui escribiendo algunos libros cuyo tema oculto era la desaparición de la identidad: quién dejé de ser, qué lugar es este. Dónde estoy, quién regresa en mis sueños y pesadillas. Lo que no sabía entonces es que hay ciertas partes del viajero, órganos secretos por así decirlo, que nunca se van: el Perú sigue ocurriendo dentro de ti. Tú sigues sintiendo, actuando y soñando como un miembro remoto de la comunidad nacional, y reproduces desde lejos, sin saberlo, tu versión privada de un futuro que viene de allá, y que aquí nadie comparte. En otras palabras, todo un país invisible palpita a tu alrededor.
Boulder fue, de alguna manera, mi montaña mágica, mi sanatorio en la cordillera. Me sentía como la protagonista de El silencio de las sirenas de Adelaida García Morales, que se refugia en una aldea recóndita, presa de una fuerte necesidad de encierro, de incomunicación. Mi principal vehículo para volver a la patria sería la publicación de libros en editoriales peruanas. Algunos de los libros de esa época son testimonio de ello: en mi novela El futuro de mi cuerpo, publicada en 2010, hay una ruptura amorosa que es vivida como un caso policial cuya víctima es la relación misma. Las Montañas Rocosas de Colorado empiezan a parecerse a los Andes: no estar aquí, ni allá, sino en un cuadro de capas superpuestas. En La noche americana, de 2011, dos compañeros que son como detectives, pero no salvajes sino domesticados por la vida, deciden montar un atentado terrorista que les devolverá la identidad perdida: si eran artistas de la palabra, ahora lo serán de la violencia.
Las novelas que escribí en Boulder son historias de fantasmas que añoran vivir, respirar. Esa vida es el Perú, el pasado, la literatura, o, más bien, un pasado literario en el Perú, lo que entrañaba una paradoja. ¿Había que abandonar un pasado en el Perú, como hice yo al irme, para así extrañar mejor ese mismo pasado? ¿Perder algo era la forma de conquistarlo? ¿Renunciar a la realidad para recuperarla en la ficción? ¿No que Boulder era mi montaña mágica, el santuario de mi soledad? Como dice el narrador de El hablador, esa magnífica novela de Mario Vargas Llosa, “Vine a Firenze para olvidarme por un tiempo del Perú y de los peruanos, y he aquí que el malhadado país me salió al encuentro esta mañana de la manera más inesperada”. En este caso, el Perú asaltó mi escritura. En La montaña mágicade Thomas Mann, la II Guerra Mundial se vive, en un minúsculo sanatorio de los Alpes, con más intensidad que en ningún sitio. Me fui de mi país, el Perú, y de mi ciudad, Lima, para estar solo y escribir, pero mi avión nunca despegó. Se quedó varado en el aeropuerto Jorge Chávez, de Lima, donde también se bifurcó mi alma: un Castañeda permaneció en esa ciudad, haciendo su vida limeña, mientras que el otro está aquí, hablándoles a ustedes.
Estos problemas dejaron huella en mi trabajo académico. Tengo la impresión de que los escritores que fingimos ser académicos terminamos convirtiéndonos en verdaderos académicos, pero además manifestamos nuestros demonios en artículos, libros y ponencias: a veces, el argumento más claro puede ser una metáfora de algo más. Yo escribí mi tesis doctoral sobre un tema algo recóndito: en novelas como Los siete locosde Roberto Arlt,Tres tristes tigresde Guillermo Cabrera Infante o Los detectives salvajesde Roberto Bolaño, incluso en otras más lejanas como Nadade Carmen Laforet o la reciente Monade Pola Oloixarac, hay pequeñas asociaciones de poetas y escritores que llamé “círculos artistas”, y que estudié desde un punto de vista crítico y teórico. Los círculos de artistas serían no solo clubes de amigos buscando inspiración; serían, sobre todo, pequeños experimentos sociales, políticos y estéticos que pretenden reemplazar al estado-nación, y ordenarle cómo comportarse. Detrás de esta investigación académica, que fue un proceso largo y solitario, latía una profunda añoranza de compañía, y algo así como una utópica nostalgia de la comunidad perfecta: justo lo que no tenía, lo que me fui para perder o para imaginar que había perdido. Continúan las paradojas: escribí la tesis, publiqué ensayos y monografías, solo para contemplar a través del vidrio unos bienes que quizá nunca poseí. Ser académico fue inventarme la ficción de una pertenencia imposible.
En el año 2012, me fui a Vermont. Allá vivo ahora. Muchas cosas cambiaron desde entonces. La más importante es que poco antes, en el 2010, abrí por primera vez una cuenta de Facebook. Esto, que parece de lo más banal, fue lo más cercano a una teletransportación: me permitió volver a disfrutar una interacción diaria, inmediata, con personas que se habían quedado en el Perú, lo cual reactivó antiguos lazos. A falta de una pertenencia imposible, no está mal una comunidad virtual. Fue por estos años, al mismo tiempo que resucitaba vínculos con mi país, que la realidad estadounidense, mi experiencia cotidiana, empezó a ganar definición. Digamos que aterricé en Boulder en el 2006, pero solo bajé del avión una década más tarde. Síntoma de esos años fueron dos hitos en mi carrera como escritor: en el 2016, publiqué una novela titulada La fiesta del humo. En ella, el hijo de una poderosa y corrupta familia peruana se exilia para olvidar los tiempos de la dictadura fujimorista; sin embargo, estos vuelven a suceder en sus sueños y delirios.
Ese 2016, fui invitado a dar una charla en inglés sobre mi escritura: una experiencia inusual, pues el hecho de usar la lengua oficial de la academia, del estado y de la calle para referir mis grietas más profundas, tempranas y vulnerables, me condujo a una metamorfosis inesperada. En esa charla, dije que no me sentía más un escritor peruano; yo era, más bien, un tránsfuga, un sujeto errante, tal como lo define el autor japonés Akira Mizubayashi en su Pequeño elogio de la errancia. Naturalmente, todo eso era falso; mejor dicho, era cierto en inglés, pero es falso ahora que lo cuento en español. Lo mismo pasaría, quizá, al revés. Entonces comprendí algo o, en realidad, lo intuí, porque todo este viaje que les estoy narrando fue bastante oscuro para mí: que yo era al menos dos personas, y eso estaba bien. Una estaba siempre sola, la otra buscaba a los demás. No procedía seguir persiguiendo la unidad. Como en esa novela del uruguayo Mario Levrero, El discurso vacío, acepté mi fragmentación, y tal vez nunca me he sentido más peruano que en ese instante.
La última novela que publiqué aprovecha estos hallazgos. En Mi madre soñaba en francés hay un personaje masculino, Juan Cortés, que se reconecta con su madre enferma después de años, y esto reabre viejas heridas. También hay una serie de voces femeninas que le disputan a Juan su control del relato. Supongo que eso está en el aire de los tiempos: ante la necesaria emergencia de literatura escrita por mujeres, y ante el vergonzoso silenciamiento que esta ha sufrido a lo largo de los siglos, muchos autores como yo, privilegiados por su género, nos preguntamos cómo seguir adelante. Ello pasa, imagino, por reconocer el privilegio, contemplar su lenta erosión o luchar para acelerarla, con los ojos abiertos frente al nuevo panorama. En Mi madre soñaba en francés, el género constituye una vía para seguir explorando lo que ya viene a ser una obsesión en mi obra: la identidad, pero pasando de lamentar su desaparición a festejar sus agujeros. La novela es doble, pues, junto a la trama familiar de Juan y su madre, hay una línea política que se relaciona con el cierre de la frontera norte entre Estados Unidos y Canadá. Significativamente, los lectores peruanos apreciaron la dimensión sentimental de la novela, pero ignoraron o me perdonaron la subtrama distópica: cierto nivel de la historia, su corazón más solitario, resulta ilegible en el Perú y también en Estados Unidos, sospecho aunque no lo sé. ¿Quiénes son, pues, y dónde están los lectores para un escritor como yo, o como nosotros, que vivimos y publicamos en lugares tan lejanos? Esta pregunta, una pregunta por el otro, no se la habría planteado mi yo del 2006, el que llegó a Boulder traumatizado por Fujimori y defraudado por el gobierno de Alejandro Toledo.
En los últimos tiempos, de manera espontánea, me vengo interesando más y más por los proyectos colectivos. Quizá debiera decir “nos venimos interesando”, y hablar en general. Por ejemplo, este agosto, en la próxima Feria del Libro Internacional de Lima, presentaremos dos libros: el primero es una antología de cuentos de escritores peruanos residentes en Estados Unidos, editada por Carlos Villacorta y por mí. En la introducción abordamos ciertos parámetros para entender esta literatura migrante: el progresivo avance de Estados Unidos como un destino deseable para los escritores; la diversidad de espacios urbanos como rurales que estos habitan; su nexo más o menos cercano, pero insoslayable, con la universidad, la academia y la educación; el agotamiento del optimismo abrazado por la generación McOndo y el Crack; la vivencia apocalíptica, bolañesca, del presente político; el predominio de la autoficción como crónica imaginativa del trayecto personal, entre otros puntos. Los puntos en sí no son importantes, lo que importa es haber coordinado nuestras voces sin fusionarlas: todo un desafío para el escritor ermitaño.
El segundo proyecto colectivo es un librito bastante raro, un divertimento muy serio, escrito a seis manos con otros dos escritores. Paul Baudry, Félix Terrones y yo pasamos unos días en el pueblo de Obrajillo, ubicado en la sierra limeña, para redactar un texto híbrido, narrativo y ensayístico, sobre la historia literaria de esa localidad andina: en Obrajillo intentó suicidarse José María Arguedas, a Obrajillo llegó Julio Ramón Ribeyro, y en Obrajillo terminó Miguel Gutiérrez algunos capítulos de La violencia del tiempo. En nuestro libro, imaginamos el viaje de Arguedas a la noche eterna, el paseo de Ribeyro a una suerte de comarca atemporal, y también nuestro propio, modesto periplo. La experiencia de escribir en grupo, conversando y debatiendo, ha sido como diseñar, primero, una mente comunal, para que esta genere escritura. Una mente comunal, y también un corazón: quizá así podríamos ir respondiendo a la pregunta original con que empezamos esta charla, y que tenía que ver con la situación que nos congrega hoy. ¿Qué es un festival, si no eso?
Algo así, por lo menos, es lo que ha significado para mí este Tercer Festival del Libro Hispano: la oportunidad perfecta para seguir sumando pequeñas y bellísimas patrias a mi voraz necesidad de compañía y pertenencia. Una vez más, le agradezco a su director, Hemil, y a todos ustedes por haber brindado su tiempo, su atención y su presencia a la edificación de este sueño común.
*Charla leída en el III Festival del Libro Hispano de Virginia.

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